Varias mujeres han muerto asesinadas a manos de sus maridos en las últimas semanas. Los hechos han tenido cierto eco en los medios de comunicación, aunque el tratamiento recibido, como sucede casi de forma normativa, ha brillado por su falta de profundidad. Existen muchas maneras de evitar atajar un asunto desde la raíz, y una de ellas es no llamar a las cosas por su nombre. Más allá de lo que podría parecer un baldío debate nominal, existen razones de fondo para librar una batalla en este terreno; y es que, con mayor frecuencia de lo que pensamos, los matices en el habla trasforman radicalmente el sentido de las cosas y denotan un sesgo analítico en quien se expresa.
Así, detrás de expresiones aparentemente inocentes como “violencia de género” o la más estrambótica aún “violencia doméstica” –que viene a ser algo así como la violencia de estar por casa-, se esconde la ocultación de una realidad, de una violencia global que da origen a violencias individualizadas, pero no independientes. Esa realidad es el patriarcado, cuyas consecuencias constituyen el machismo estructural.
Dicho de otra manera: la existencia de una sociedad patriarcal con arraigadas conductas machistas que delimitan -aún en el siglo XXI y a menudo bajo la inconsciencia colectiva- los roles sociales en función del sexo y que minusvalora a las mujeres es la causa por la cual se producen agresiones físicas y psicológicas sobre ellas. Por tanto, sólo cabe un término legítimo para referirnos a esta realidad y no puede ser otro que el de violencia machista.
A lo largo de la historia han sido los hombres quienes se han erigido como la autoridad social competente, de forma que el papel de la mujer ha quedado relegado y subordinado a los intereses del varón. Eso es el patriarcado, un modelo social que constituye en sí una forma de violencia, de violencia estructural.
En nuestra era contemporánea las consecuencias de ese modelo y esa institucionalización de valores se manifiestan de diferentes maneras y con distintos niveles. Una de las más extremas es la agresión física o psicológica que ejerce de forma constante el hombre sobre la mujer, ya sea en el seno del hogar, en el trabajo o en cualquier otro ámbito; pero no es la única, hay otras, como las diferencias salariales, la feminización de la pobreza, la concepción de la mujer como un objeto sexual como respuesta a las necesidades de márquetin y consumo, el papel de sospechosa permanente en el mundo laboral por el mero hecho de poder quedarse embarazada o la atribución de actividades domésticas al sexo femenino, cosa que sucede todavía incluso entre las nuevas generaciones.
Todo ello, pero especialmente la agresión física en los hogares, forma parte de un todo, de un modelo social que, mediante un proceso de interiorización de valores, da pie a que se produzcan todas estas experiencias de violencias particulares y subjetivas. Las agresiones y asesinatos de mujeres por parte de sus parejas no pueden interpretarse, pues, como una fatalidad producida por el azar, por el desequilibrio mental de un determinado señor aislado del mundo. Son, por el contrario, fruto de años y años de asimilación de unos valores machistas que todavía no hemos logrado eliminar del todo y que, aunque con menos intensidad que en épocas pasadas, seguimos incluso reproduciendo.
Así, detrás de expresiones aparentemente inocentes como “violencia de género” o la más estrambótica aún “violencia doméstica” –que viene a ser algo así como la violencia de estar por casa-, se esconde la ocultación de una realidad, de una violencia global que da origen a violencias individualizadas, pero no independientes. Esa realidad es el patriarcado, cuyas consecuencias constituyen el machismo estructural.
Dicho de otra manera: la existencia de una sociedad patriarcal con arraigadas conductas machistas que delimitan -aún en el siglo XXI y a menudo bajo la inconsciencia colectiva- los roles sociales en función del sexo y que minusvalora a las mujeres es la causa por la cual se producen agresiones físicas y psicológicas sobre ellas. Por tanto, sólo cabe un término legítimo para referirnos a esta realidad y no puede ser otro que el de violencia machista.
A lo largo de la historia han sido los hombres quienes se han erigido como la autoridad social competente, de forma que el papel de la mujer ha quedado relegado y subordinado a los intereses del varón. Eso es el patriarcado, un modelo social que constituye en sí una forma de violencia, de violencia estructural.
En nuestra era contemporánea las consecuencias de ese modelo y esa institucionalización de valores se manifiestan de diferentes maneras y con distintos niveles. Una de las más extremas es la agresión física o psicológica que ejerce de forma constante el hombre sobre la mujer, ya sea en el seno del hogar, en el trabajo o en cualquier otro ámbito; pero no es la única, hay otras, como las diferencias salariales, la feminización de la pobreza, la concepción de la mujer como un objeto sexual como respuesta a las necesidades de márquetin y consumo, el papel de sospechosa permanente en el mundo laboral por el mero hecho de poder quedarse embarazada o la atribución de actividades domésticas al sexo femenino, cosa que sucede todavía incluso entre las nuevas generaciones.
Todo ello, pero especialmente la agresión física en los hogares, forma parte de un todo, de un modelo social que, mediante un proceso de interiorización de valores, da pie a que se produzcan todas estas experiencias de violencias particulares y subjetivas. Las agresiones y asesinatos de mujeres por parte de sus parejas no pueden interpretarse, pues, como una fatalidad producida por el azar, por el desequilibrio mental de un determinado señor aislado del mundo. Son, por el contrario, fruto de años y años de asimilación de unos valores machistas que todavía no hemos logrado eliminar del todo y que, aunque con menos intensidad que en épocas pasadas, seguimos incluso reproduciendo.