Según Locke y los liberales, la propiedad privada surge cuando los hombres comienzan a trabajar la tierra, como derecho a poseer el fruto de su trabajo. Pero ¿cómo justificar esa forma de propiedad cuando la tierra está ya repartida? Ellos arguyen que la posibilidad de vender tu fuerza de trabajo, que es propiedad tuya, también valida su teoría en este supuesto.
El primer razonamiento implica defender la apropiación del producto íntegro de tu trabajo, tal como hace el anarquismo pequeñoburgués, y, por tanto, aceptar un sistema individualista y meritocrático que, aunque puede acabar con ciertas formas de parasitismo, en ningún momento asegura una vertebración social medianamente avanzada. Todo lo contrario, obvia deliberadamente las distintas necesidades de las personas, así como su desigual posibilidad de aportación laboral.
El segundo argumento es directamente una falacia que, además, choca frontalmente con el primero. Esto es así porque abogar por la venta de la fuerza de trabajo es hacerlo también por la existencia del trabajo asalariado, lo cual se contradice con el respaldo a que uno tenga derecho sobre el producto de su trabajo.
Es cierto que en ambos casos el trabajador tiene algo que vender gracias a su propio esfuerzo, pero en el segundo, al ser la fuerza de trabajo lo que se vende, se da pie a que un hombre viva del fruto que produce otro, sólo porque en su momento tuvo medios para comprarle la fuerza de trabajo, es decir, su mercancía. Pero ésta es una mercancía que, en todo momento, va íntimamente ligada al trabajador que la vende, por lo que es el propio trabajador quien acababa convertido en mercancía.
De ahí surgirán de manera automática situaciones en las que un hombre con cierto capital realice unas inversiones entre las que se encuentre la compra de trabajadores, que desarrollarán una actividad de cuya parte del producto se apropiará cuan famélico parásito. Así las cosas, ni con la defensa utópica del sistema donde el individuo se lo guisa y se lo come, ni con la del otro, que aboga por venta de la fuerza de trabajo, se podrá evitar la existencia del modo capitalista de producción, que es inherente a la propiedad privada.
A partir de esto se pueden desarrollar una infinidad de desigualdades sociales, de productores en precariedad (o en la miseria, si el capitalismo, más puro; más libre, ha impedido que se generen estructuras de intervención redistributiva y protectora) y de intermediarios cuya vanidad es tan sólo comparable a la riqueza que roban.
Antes se ha comentado que la propiedad privada es idiosincrásica al capitalismo, pero éste necesita un segundo cimiento sobre el que sostenerse: el Estado, que no es sino el instrumento monopolizador de la violencia que utilizan las clases dominantes (en este caso, la burguesía) para controlar y explotar a las dominadas. Para los liberales, el Estado, con sus mecanismos represivos (policía, ejército, jueces…) tiene como objetivo fundamental proteger la propiedad privada.
Podemos decir, pues, que la propiedad privada da origen al modo de producción capitalista, mientras que el Estado asegura su supervivencia.
No obstante, es incorrecto identificar capitalismo con liberalismo, pues muchas otras corrientes de pensamiento amparan esa forma de producción. Si bien, es cierto que los liberales lo defienden en su forma más pura, más natural, sin las estructuras y políticas de integración social que se aprecian en las teorías socialdemócratas y fascistas, por ejemplo.
La clase burguesa, los grandes propietarios, los profesionales pudientes convienen en respaldar las tesis liberales, feroces enemigas de impuestos progresivos que redistribuyan la riqueza y den solvencia a las arcas públicas para crear una red de servicios sociales, enemigas también de una regulación que limite los estragos humanos del sistema.
Sin embargo, dependiendo del contexto político y socioeconómico, esto puede cambiar. Por ejemplo, en una situación histórica en la que una parte de Europa, la revolucionaria, promete el cielo en la tierra, las capas reaccionarias de la otra parte se ven obligadas a sustituir el liberalismo económico salvaje por un “capitalismo social”, pero sólo hasta que termine la correlación de fuerzas. Después, se puede volver a la normalidad.
A las iniciativas populares, a las luchas en los centros de estudio y de trabajo, a las huelgas y manifestaciones, a la conciencia de clase de los sujetos que, tras reivindicar sus necesidades más primarias, prosiguen cuestionando de manera global el vigente orden de cosas, a todos estos factores, que históricamente han estado en contradicción con el liberalismo económico, debemos los derechos de los que disfrutamos actualmente, de los que disfrutaremos en el futuro y de los que disfrutamos en algún momento y ahora están desapareciendo.
Sin embargo, una cosa está clara: mientras haya propiedad habrá clases, y mientras existan las clases existirá el Estado, con la consiguiente dosis de represión que alberga en su seno. Por tanto, la abolición de la propiedad y la paulatina sustitución del Estado por organismos más democráticos y horizontales que satisfagan las necesidades humanas será el único camino para la verdadera realización del hombre, para su emancipación.
El primer razonamiento implica defender la apropiación del producto íntegro de tu trabajo, tal como hace el anarquismo pequeñoburgués, y, por tanto, aceptar un sistema individualista y meritocrático que, aunque puede acabar con ciertas formas de parasitismo, en ningún momento asegura una vertebración social medianamente avanzada. Todo lo contrario, obvia deliberadamente las distintas necesidades de las personas, así como su desigual posibilidad de aportación laboral.
El segundo argumento es directamente una falacia que, además, choca frontalmente con el primero. Esto es así porque abogar por la venta de la fuerza de trabajo es hacerlo también por la existencia del trabajo asalariado, lo cual se contradice con el respaldo a que uno tenga derecho sobre el producto de su trabajo.
Es cierto que en ambos casos el trabajador tiene algo que vender gracias a su propio esfuerzo, pero en el segundo, al ser la fuerza de trabajo lo que se vende, se da pie a que un hombre viva del fruto que produce otro, sólo porque en su momento tuvo medios para comprarle la fuerza de trabajo, es decir, su mercancía. Pero ésta es una mercancía que, en todo momento, va íntimamente ligada al trabajador que la vende, por lo que es el propio trabajador quien acababa convertido en mercancía.
De ahí surgirán de manera automática situaciones en las que un hombre con cierto capital realice unas inversiones entre las que se encuentre la compra de trabajadores, que desarrollarán una actividad de cuya parte del producto se apropiará cuan famélico parásito. Así las cosas, ni con la defensa utópica del sistema donde el individuo se lo guisa y se lo come, ni con la del otro, que aboga por venta de la fuerza de trabajo, se podrá evitar la existencia del modo capitalista de producción, que es inherente a la propiedad privada.
A partir de esto se pueden desarrollar una infinidad de desigualdades sociales, de productores en precariedad (o en la miseria, si el capitalismo, más puro; más libre, ha impedido que se generen estructuras de intervención redistributiva y protectora) y de intermediarios cuya vanidad es tan sólo comparable a la riqueza que roban.
Antes se ha comentado que la propiedad privada es idiosincrásica al capitalismo, pero éste necesita un segundo cimiento sobre el que sostenerse: el Estado, que no es sino el instrumento monopolizador de la violencia que utilizan las clases dominantes (en este caso, la burguesía) para controlar y explotar a las dominadas. Para los liberales, el Estado, con sus mecanismos represivos (policía, ejército, jueces…) tiene como objetivo fundamental proteger la propiedad privada.
Podemos decir, pues, que la propiedad privada da origen al modo de producción capitalista, mientras que el Estado asegura su supervivencia.
No obstante, es incorrecto identificar capitalismo con liberalismo, pues muchas otras corrientes de pensamiento amparan esa forma de producción. Si bien, es cierto que los liberales lo defienden en su forma más pura, más natural, sin las estructuras y políticas de integración social que se aprecian en las teorías socialdemócratas y fascistas, por ejemplo.
La clase burguesa, los grandes propietarios, los profesionales pudientes convienen en respaldar las tesis liberales, feroces enemigas de impuestos progresivos que redistribuyan la riqueza y den solvencia a las arcas públicas para crear una red de servicios sociales, enemigas también de una regulación que limite los estragos humanos del sistema.
Sin embargo, dependiendo del contexto político y socioeconómico, esto puede cambiar. Por ejemplo, en una situación histórica en la que una parte de Europa, la revolucionaria, promete el cielo en la tierra, las capas reaccionarias de la otra parte se ven obligadas a sustituir el liberalismo económico salvaje por un “capitalismo social”, pero sólo hasta que termine la correlación de fuerzas. Después, se puede volver a la normalidad.
A las iniciativas populares, a las luchas en los centros de estudio y de trabajo, a las huelgas y manifestaciones, a la conciencia de clase de los sujetos que, tras reivindicar sus necesidades más primarias, prosiguen cuestionando de manera global el vigente orden de cosas, a todos estos factores, que históricamente han estado en contradicción con el liberalismo económico, debemos los derechos de los que disfrutamos actualmente, de los que disfrutaremos en el futuro y de los que disfrutamos en algún momento y ahora están desapareciendo.
Sin embargo, una cosa está clara: mientras haya propiedad habrá clases, y mientras existan las clases existirá el Estado, con la consiguiente dosis de represión que alberga en su seno. Por tanto, la abolición de la propiedad y la paulatina sustitución del Estado por organismos más democráticos y horizontales que satisfagan las necesidades humanas será el único camino para la verdadera realización del hombre, para su emancipación.
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